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A Marga Rodriguez, donde quiera que esté




Nunca tenía tiempo para nada. No le bastó su primera carrera, ahora estaba con la segunda, aparte de su ocupación habitual de Directora de Teatro. Nunca tenía tiempo para nada, excepto cuando un amigo la necesitaba.


Su casa era la casa del pueblo. Allí siempre había una cama para el transeunte, un plato de comida para el hambriento. Eso sí es una casa del pueblo, y no lo que otros denominan con ese nombre con mucha pompa y boato.


Arturo y Marga fuero humildemente felices durante veinte años. Arturo tuvo sus problemillas. Ella fue quien aguantó al pie del cañón en todo momento, cuando muchos otros desfallecimos.


Era más rara que un perro verde, pero en esos momentos cogía sus neuras y un buen libro y se encerraba en un rincón y en su mundo y me dejáis en paz ¡leñe!, cosa que media humanidad debería hacer, en vez de dar la lata alegremente al resto de los nacidos.


Y un buen día ya lejano ese bicho que va comiendo a la gente por dentro poco a poco llamó a su puerta. Ella, conforme a su costumbre luchó y luchó. Sin una queja. Sin un momento de flaqueza. Dando un ejemplo de valentía del que se podría escribir una tesis y del que muchos “machitos” deberían tomar apuntes.


Y hace muy poquito se empezó a sentir rematadamente mal. Le dijo al médico “a ver como acabamos con esto rapidito…”


Y hoy, diecinueve de diciembre a eso de las nueve de la noche se fue a hacerle compañía a su adorado Bertolt Brecht.


Espero que se lo pasen muy bien los dos juntitos declamando sobre lo trastornada que está la humanidad.

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